lunes, 18 de abril de 2016

La vejez, la edad sagrada

La primera foto está tomada de internet y desconozco la mujer, pero la imagen es desde hace mucho una gran isnpiración para mí. En la segunda imagen de rojo aparece Tao Porchon Lynch, mujer de 97 años y profesora de yoga y bailarina. En la tercera imágen, de verde está Ina May Gaskin, matrona y gran ídolo mío. La ilustración del medio es "thread of life" de Jakki Moore y la última una de mis artistas favoritas Inge Löök.
Nunca fui de aquellas que adoraban algún grupo musical o ídolo de nuestros tiempos. No podía sentirme del todo identificada, quizás. Pero con los años, algunas imágenes y personas me han llegado a inspirar y tocar hasta el punto de que guardo sus fotos para mirarles de vez en cuando. Para recordar mi camino, para tener una referente. Para llenarme de ilusión y fuerza. Todas aquellas imágenes son imágenes de mujeres que no conozco, mujeres ancianas que mantienen su sabiduría y su fuerza. La vejez, la edad sagrada.

Esta entrada necesitaba escribirla porque hacerse mayor en nuestra cultura es casi equivalente a dejar de existir, dejar de importar. Te haces más viejo, menos útil, encajas cada vez menos en los estándares de la belleza, tu juicio cada vez importa menos y tu opinión: como la de los niños.
La semana pasada visitamos a una mujer muy especial y querida que pasa parte de su tiempo en una residencia de ancianos. El trato del personal es muy cariñoso y amable, pero aún así, ella odia estar ahí. Y nada más entrar, entendí por qué. Me entristecía enormemente ver esas miradas apagadas, perdidas. Esperando. ¿Esperando el qué? Al autobús que les recogería a las 17 de la tarde, a los hijos que de vez en cuando se pasaban a verlos, la hora de la merienda. La muerte. Quizás enloquecían con su espera y sus recuerdos, sabiendo que el tiempo era limitado y los minutos tan vacíos. Después de una vida cuidando y regalando se quedaron ahí aparcados. Inútiles. Esperando.

¿En qué momento permitimos que nos alejaran de todo lo sagrado de nuestros cuerpos? La menstruación es odiada, los partos temidos y peligrosos, la lactancia algo difícil y pesado, la sexualidad algo vulgar o innombrable y la vejez... si.. la vejez menos innombrable aún si cabe. ¿En qué momento dejamos de honrar a nuestras abuelas y ancianas, su experiencia y fuerza, y en su lugar ver una sombra de lo que un día fueron, manchada de enfermedad y debilidad?


Normal que temamos envejecer, habiendo asumido esta imagen de la vejez transmitida culturalmente. Normal que temamos las primeras canas y las arrugas. Tememos estar perdiendo gota a gota nuestros sueños, nuestra vida y el mismo sentido de la vida. Pero nuestra cultura es la única que he conocido que vive la vejez así. Es la única que no honra el estado de sabiduría y fuerza de los mayores.

Miré a mi compañero y nos prometimos nunca dejar a nuestros padres en un lugar así. Igual que en su día nos prometimos no aparcar a nuestros hijos en guarderías para así poder "seguir con nuestras vidas". La infancia y la vejez, esos tiempos tan sagrados y tan conectados con el más allá y la sabiduría. Y aún así, nos permitimos nosotros, los que nos perdemos entre quehaceres y prisas, tomar el control y decidir por ellos.
Y también prometí cuidarme. Cuidar mi espíritu, cuerpo y alma. Despertarme cada mañana acordándome de lo que soy, sintiendo la magia de la vida pulsar en mi interior.


Comparto este texto que me nació al sentir esas miradas perdidas y esa larga espera en aquellas mujeres y hombres en la segunda planta de la residencia.

"El frío volvió a pesar del verano que anunciaba su llegada. Acurrucaba las manos debajo de la manta, para que la humedad del césped no le acariciara. Porque si no, luego le daría dolor de huesos, solía decir la enfermera.  Sí, el frío había vuelto a pesar de que el verano esperaba ansiosa detrás de la esquina. En aquel roble se escondían los pájaros de las suaves gotas que caían del cielo y sólo se percibía su dudoso canto. Era por culpa de los humanos, le habían dicho,  de los coches y fábricas que con su contaminación removían el equilibrio de la tierra. Quizás. Una hipótesis contrastada y contrarrestada. Pero aquella mañana de mayo las explicaciones no le podían ayudar, ni calmar su moribunda energía que deseaba salir de ese cuerpo inmóvil. Contemplo y observo. Podría contarte tantas cosas, pero tienes demasiada prisa como para darles importancia. Estás demasiado ocupado con tu niña y su guardería, el ascenso en el trabajo y los viajes de tu mujer. Me cuentas y te escucho. Yo también podría contarte y  compartir lo que he aprendido a lo largo de los años en esta silla. Pero no me escucharás. No tendrás paciencia para mi voz temblorosa, y las palabras se quedarán dentro hasta, como ahora, amenazan con romper mi piel y salir como agua de una grieta de la montaña. El hombre sacudía levemente la cabeza mientras sus pensamientos seguían caóticos en su interior. A veces  la paz le acompañaba. A veces, alguna canción que le transportaba a tiempos lejanos, colores y luces con sabor a vida. Otras veces le visitaba su hijo, a veces acompañado de la pequeña Sara, otras veces solo y se quedaba mirando impaciente el reloj y el cielo como si deseara que algo pasara. A veces, se quedaba esperando él también, a que alguien viniera de los que ya no podrían venir.  Alma, con su collar de coral y sonrisa de labios finos pero amorosa. O Rubén, con su sombrero de paja y pómulos rojos de sol y vino. A veces hasta podía percibir su presencia, en aquellas canciones que recordaba, o cuando de repente sentía el impulso de tener que compartir con alguien lo que acababa de suceder. Cómo aquel día cuando nacieron los crías de ruiseñor en el árbol de enfrente. La enferma le llevó hasta la silla en el patio, como todas la mañanas, pero nada más sentarse oyó el pío pío de los recién salidos del cascarón y con un impulso hizo como para ponerse de pié para acercarse. Por un instante olvidó que ya no podía, que sus pies no le pertenecían, no eran de su cuerpo, y con el grito de ilusión atragantada en su garganta volvió a tumbar la espalda en el respaldo. No había nadie a quién contarle la maravilla. Pero por un  momento se le había olvidado. Por un instante se le había vuelto la vida."

Esta entrada está dedicada a ti querida Catalina. Esperamos poder hacer algo para que los refranes y canciones vuelvan a habitar tus labios sonrientes, acompañados de tu risa cristalina. Y así borrar la espera y la tristeza de tu mirada.

Cuidemos a nuestras abuelas y abuelos. Se lo merecen, y son un gran regalo de sabiduría. Cuidemos a nuestras ancianas y ancianos, parémonos para escucharles y coger su mano tendida. La vida y el mundo les pertenece, igual (o más) que a nosotros.

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